Tema central

Feminicidio sexual sistémico: impunidad histórica constante en Ciudad Juárez, víctimas y perpetradores

Systemic Sexual Feminicide: a constant historical impunity in Ciudad Juárez, victims and perpetrators

Julia Estela Monárrez Fragoso1

Profesora investigadora de El Colegio de la Frontera Norte Departamento de Estudios Culturales Dirección General Noroeste, Ciudad Juárez, México 

Correo electrónico: juliam@colef.mx

Recibido: 14-mayo-2018. Aceptado: 4-septiembre-2018.

Resumen

El propósito de este artículo es comprender la permanencia del feminicidio sexual sistémico en la Ciudad Juárez (México) desde 1993 hasta 2018, período en el cual, prácticamente, no ha habido consecuencias legales para los victimarios de 154 víctimas. Inicio el ensayo subrayando la potencia que tiene la palabra feminicidio para desarticular, dentro de la lógica patriarcal, la condición de sujeto matable de las mujeres. Para ello, realizo un ensamblaje teórico entre la hermenéutica social del sufrimiento, la creación de espacios negativos de la civilización y las resistencias de familiares de víctimas, a la continua impunidad histórica del feminicidio. Este artículo hace uso de una metodología cuantitativa y cualitativa: partimos de la base de datos de feminicidio, la cual contiene el registro de víctimas y victimarios. Con estos datos revelo la transmisión bárbara de la crueldad que los victimarios cometen sobre las mujeres. La segunda es la metodología del oprimido que muestra las estrategias de resistencia que los familiares de las víctimas mantienen para acceder a la justicia. Destaco el sustento que las estructuras materiales y políticas actúan en contra de la vida de las mujeres, aunque hayan sido amparadas por la justicia trasnacional. Sugiero que, confinar el análisis del feminicidio a la relación víctima-victimario limita el entendimiento de otras estructuras sistémicas que sostienen el feminicidio.

Palabras claves: feminicidio sexual sistémico, vidas desnudas, sujetos matables, Estado de excepción, metodología del oprimido, acciones políticas, justicia, Ciudad Juárez.

Abstract

The aim of this article is to understand the durability of systemic sexual feminicide in Ciudad Juárez (Mexico), from 1993 to 2018, period in which it is practically no legal consequences for the perpetrators of 154 victims. I start the essay, underlining the power feminicide has to dismantle, within the patriarchal logic, the condition of women as killable subjects. I make a theoretical assembly between the social hermeneutics of suffering; the creation of negative spaces of civilization and the resistances of relatives of victims, to the continuous historical impunity of feminicide. I use a quantitative and qualitative methodology. First, the Feminicide database, which contains the register of victims and offenders. With these data, it is possible to reveal the brutal transmission of cruelty. Second, the methodology of the oppressed shows strategies of resistance those relatives of victims maintain to access justice. I emphasize the role that material and political structures play against women lives, even though transnational justice has protected them. I suggest that confining the analysis of feminicide to the victim perpetrator relationship limits our understanding of other systemic structures that sustain feminicide.

Keywords: Systemic sexual feminicide; bare lives; killable subjects; State of Exception; methodology of the oppressed; political actions; justice; Ciudad Juárez.

1. Introducción

Ciudad Juárez, del estado de Chihuahua, en México, es una ciudad fronteriza con Estados Unidos que ocupa un ignominioso espacio en el contexto internacional. Plantear esta afirmación significa recordar que, desde finales del siglo xx y a inicios xxi, fue conocida por un patrón sistemático y atroz de violencia de género en la modalidad de desaparición y asesinatos de niñas y jóvenes mujeres. Sus edades fluctuaban entre los 11 y 19 años; eran menores, obreras, empleadas de establecimientos comerciales, estudiantes de preparatoria o de academias comerciales y trabajadoras de bares. Todas ellas habían sufrido tortura sexual, sus cuerpos presentaban mutilaciones y habían sido abandonadas en lugares inhóspitos, como lotes baldíos o zonas desérticas que circundan la urbe. Familiares de las víctimas y organizaciones feministas y de derecho, humanistas y académicas, llevaron sus casos a la arena internacional, pidiendo un alto a estos crímenes en contra de la humanidad de las mujeres.

En el año 1999 llegó a Ciudad Juárez, Asma Jahangir, relatora de Ejecuciones Sumarias, Transitorias y Extrajudiciales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En su informe observó que para el Gobierno, “las víctimas eran ‘solo’ muchachas corrientes y, por lo tanto, no eran consideradas una gran pérdida” (Jahangir, 1999: 32). También destacó que “los familiares de las víctimas habían sido tratados con indiferencia y arrogancia por las autoridades” (Jahangir, 1999: 24). Agregó que el Gobierno descuidó “deliberadamente la protección de las vidas de los ciudadanos por razón de su sexo [y] había logrado indirectamente que los autores de esos delitos quedaran impunes. Por lo tanto, los sucesos de Ciudad Juárez son el típico ejemplo de delito sexista favorecido por la impunidad” (Jahangir, 1999: 32).

La impunidad para los perpetradores y la injusticia para las víctimas siguieron, en el año 2001, cuando fueron encontrados en un campo de cultivo de algodón los cadáveres de ocho jóvenes. Esto conmocionó aún más a la comunidad local, nacional e internacional. En el año 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) fincó de responsabilidad internacional al Estado mexicano por la falta de la debida diligencia en investigar la desaparición y muerte de Claudia Ivette González, Esmeralda Herrera Monreal y Laura Berenice Ramos Monárrez, todas ellas encontradas en ese campo algodonero. Ellas habían sido víctimas de lo que la corte denominó “homicidio de mujer por razones de género, también conocido como feminicidio” (CIDH, 2009: 42). Para quien escribe este artículo, esto se ha denominado feminicidio sexual sistémico (Monárrez, 2005).

Han pasado 19 años desde la visita de Asma Jahangir y 9 años desde la Sentencia González y otras (“Campo Algodonero”) frente a México. Sin embargo, esta forma de desaparecer y asesinar niñas y mujeres continúa inconmovible, con algunos cambios aterradores y con mayor crueldad: los cuerpos ya no se encuentran abandonados en los sitios públicos, o en los lugares deshabitados. Lo único que queda es, si acaso, un fragmento del cuerpo, es decir, están desaparecidas.

Nombrar a esta violencia extrema como feminicidio2 fue posible porque ya existía este concepto analítico emanado desde el feminismo. Araceli Esparza (2013) asevera que los marcos teóricos creados desde el feminismo nos conceden imaginar la posibilidad “de ir más allá de enfocarnos en las injurias y los errores individuales y permite la constante redefinición de la justicia y la injusticia, dependiendo del contexto histórico y social”. La autora sostiene que “una teoría feminista de la justicia ofrece formas de llegar a término con y trabajando hacia la eliminación” de todas las modalidades de las violencias estructurales, económicas, estatales y culturales, las cuales crean injusticias y sustentan la violencia contra las mujeres y “perpetúan mayor violencia al anular las posibilidades de sanación” (Esparza, 2013: 3).

En este orden de ideas, en este artículo, la reflexión sobre el feminicidio, además de enfocarse en los daños individuales que se causan a las mujeres, en la relación víctima-victimario, también se centra en los daños que las estructuras económicas causan a las mujeres. Por tanto, el foco de análisis del presente artículo se centra en explicar y mostrar la permanencia y los cambios del feminicidio sexual sistémico en esta ciudad. La intención es responder a las siguientes preguntas: ¿Cómo es posible que luego de 26 años, incluso después de la sentencia del Campo Algodonero, continúa la apropiación brutal y atroz del cuerpo de las mujeres por medio de la desaparición y el feminicidio? ¿Cómo reclaman justicia familiares de las víctimas en un Estado de injusticia perene?

1.1. Argumentos y perspectivas teóricas

El feminicidio es la última de las violencias extremas en contra de las mujeres. Es una violencia mortal y un problema global. Igualmente, sabemos que, independientemente de que se encuentre sostenido por las relaciones de poder históricamente desiguales entre hombres y mujeres, en detrimento de ellas, el feminicidio se presenta en múltiples formas, de acuerdo con los sistemas culturales, políticos y económicos que imperan en cada sociedad. Por eso, tiene diferentes expresiones, tales como el feminicidio íntimo, feminicidio infantil, feminicidio por ocupaciones estigmatizadas, feminicidio racial, entre otras. En tal sentido, se realiza una somera nota conceptual de la circulación del concepto desde la academia anglosajona hasta la latinoamericana,3 para llegar a la conceptualización del feminicidio sexual sistémico.

Si bien, a partir de estos atroces asesinatos de niñas y jóvenes se asoció el nombre de Ciudad Juárez con el feminicidio, vale decir que este concepto tiene su origen y desarrollo con la primera antología coordinada por Diana Russell y Jill Radford (1992), titulada Femicide The Politics of Woman Killing. En dicho libro, Diana Russell explicó cómo fue utilizado por primera vez en el año 1976 el concepto femicide (1992, xiv), mientras que Jill Radford lo enunció como “el asesinato misógino de mujeres por hombres” (1992; xi). A su vez, Jane Caputi, una de las autoras de esta antología, añadió que el feminicidio era “una expresión extrema de la ‘fuerza’ patriarcal” (1992, 205). En el año 2001, Diana Russell integró una nueva definición a este concepto, como “el asesinato de niñas y mujeres por hombres por el hecho de ser mujeres” (Russell y Harmes, 2001,4). Como se puede apreciar, desde sus orígenes, hay varias definiciones en torno al concepto.

El tema de la violencia extrema, producto de un sistema patriarcal global, independientemente de sus diversidades, fue un asunto del activismo e investigación para las feministas de América Latina. En República Dominicana la expresión feminicidio se utilizó dentro del movimiento feminista y de mujeres organizadas desde mediados de la década de 1980 (Pola, 2002: 29). En México, atendiendo al trabajo pionero de Russell y Radford, el concepto feminicidio fue introducido en 1994 por Marcela Lagarde (1994).

Desde otras latitudes, Ana Carcedo y Montserrat Sagot (2002) publicaron una extensa investigación, pionera del femicidio en Costa Rica. Ellas siguieron la conceptualización trazada por Russell y Radford (1992) y aportaron pistas para categorizar el femicidio en sus diferentes manifestaciones en ese país. Marcela Lagarde explicó que, en el momento en que el Estado no crea las condiciones de seguridad para las mujeres, tanto en los espacios públicos como en los privados, y las autoridades fracasan en cumplir con sus obligaciones, entonces “el Estado falla, se crea impunidad, la delincuencia prolifera y el feminicidio no llega a su fin. Por eso el feminicidio es un crimen de Estado (Lagarde, 2005, 156).

La autora de este artículo refrendó la palabra feminicidio a partir de la definición etimológica que proporcionó el doctor Martín González de la Vara en el año 2002.

Para definir el término feminicidio se parte de sus raíces etimológicas. Las dos raíces latinas de la palabra que nos ocupan son fémina —mujer— y caedo, — caesum— matar. La palabra en latín para mujer no es femena, sino fémina, con “i”. Al unirse dos palabras para formar otra, se respetan las raíces de las dos y no solo se pegan, sino que se pueden poner vocales de unión según el caso en el que estén las palabras. Por eso, se dice biología y no bioslogía y también homicidio y no homocidio. La “i” es una letra de unión de las dos palabras que viene de la tercera declinación del latín. Feminis quiere decir “de la mujer”; entonces la muerte de la mujer sería feminiscidium, y de allí pasamos a la palabra feminicidio, que es perfectamente correcta para el español. Ahora bien, la palabra femenino es un adjetivo y no un sustantivo. En latín, ese adjetivo —también proveniente de la palabra fémina— se decía femininus, pero pasó al español como femenino porque nos resulta así más fácil de pronunciar. Ese cambio de vocales se llama aféresis, que significa eliminación o supresión. Feminicidio significaría entonces la muerte del ser femenino o con características de mujer, sea o no una mujer. La palabra femicidio no existe, porque para hacer nuevas palabras se toma la raíz completa; la raíz completa es fémina. Si no se hace así, femicidio podría significar, por ejemplo, el asesinato del fémur. Además, no tenemos por qué utilizar neologismos si tenemos las reglas claras en español (de la Vara, correo electrónico, 2002).

Desde el año 2004, acuñé el término feminicidio sexual sistémico, el cual se define de la siguiente manera:

El feminicidio sexual sistémico es el asesinato de una niña/mujer cometido por un hombre, donde se encuentran todos los elementos de la relación inequitativa entre los sexos: la superioridad genérica del hombre frente a la subordinación genérica de la mujer, la misoginia, el control y el sexismo. No solo se asesina el cuerpo biológico de la mujer, se asesina también lo que ha significado la construcción cultural de su cuerpo, con la pasividad y la tolerancia de un Estado masculinizado. El feminicidio sexual sistémico tiene la lógica irrefutable del cuerpo de las niñas y mujeres pobres que han sido secuestradas, torturadas, violadas, asesinadas y arrojadas en escenarios sexualmente transgresores. Los asesinos, por medio de los actos crueles, fortalecen las relaciones sociales inequitativas de género que distinguen los sexos: otredad, diferencia y desigualdad. Al mismo tiempo, el Estado, secundado por los grupos hegemónicos, refuerza el dominio patriarcal y sujeta a familiares de víctimas y a todas las mujeres a una inseguridad permanente e intensa, a través de un período continuo e ilimitado de impunidad y complicidades al no sancionar a los culpables y otorgar justicia a las víctimas.

El Estado lo acepta y al mismo tiempo lo presenta y lo formula como un cuerpo coherente de violencia sistémica contra las mujeres, con ideas y principios que permiten que se lleve a cabo regularmente. Se supone que no afecta a todo el cuerpo social, que no es de peligro, ni es dañino en términos generales, porque afecta solo a algunas mujeres, a algunas partes del cuerpo social que son fácilmente reemplazables. Pero una vez que se regulariza, hace al cuerpo social profundamente endémico, profundamente permisible al feminicidio sexual sistémico, le autoriza una naturalización y una continuidad sin límite debido a la impunidad tolerada y permitida, porque no se busca a los culpables.

De una manera maligna, quienes tienen la facultad de otorgar la justicia y quienes están en posición de exigirla emiten y ponen en circulación falsos reportes, falsas apariencias sobre las víctimas: las calumnian, las vilipendian, las difaman y las deshonran. Estas falsas representaciones resultan en la ignominia, el dolor y la pena de quienes sobreviven a las víctimas.

Estos ataques continuos, directos o indirectos, señalados o insinuados, sobre la reputación de víctimas y familiares, se convierten en un abuso abierto y directo de difamación, descrédito y desprestigio que subrayan la pérdida o la injuria de la dignidad ciudadana de las víctimas y recalcan la culpa y el sufrimiento de quienes piden justicia por ellas: sus familiares, sujetos de múltiples victimizaciones (Monárrez, 2005: 26-27).

Concluyo esta nota conceptual argumentando que el feminicidio/femicidio es una palabra que tiene la potencia de nombrar las razones patriarcales por las cuales las mujeres son asesinadas por parte de los hombres. Al mismo tiempo, nos ayuda a enfrentar las diversas dimensiones estructurales de violencia, que emergen desde las diversas coordenadas geográficas, políticas, económicas y sociales que construyen las diferentes categorías de mujeres basadas en la racialización, la clase, el género, la sexualidad y el status político, que legitiman la explotación y el asesinato de las mujeres. Asimismo, nos permitió deshacernos de términos como homicidios, sacrificios y crímenes de pasión, y nos brindó la posibilidad de comprender por qué algunas mujeres son convertidas en sujetos matables: en sujetos desechables que cualquiera puede matar ya que sus muertes, siguiendo a Giorgio Agamben (2006), al no tener consecuencias jurídicas para los perpetradores, permanecen impunemente como vidas desnudas. Y, “si las víctimas no son reconocidas como merecedoras de justicia; entonces, ¿cómo se puede reconocer a los [perpetradores] como merecedores de un castigo?” (Cacho, 2012: 39). Desde este interrogante, el cual tomo prestado de Lisa Marie Cacho (2012), destaco la importancia y la fortaleza de llamarles feminicidio/femicidio.

Nancy Pineda-Madrid (2011), teóloga feminista chicana, a partir del caso de Ciudad Juárez nos ofrece la hermenéutica social del sufrimiento como una herramienta de análisis que nos faculte trascender la relación víctima-victimario y nos permita situar la comprensión de la desaparición y muerte de estas mujeres juarenses en estrecha relación con un amplio espectro de problemas estructurales. Para Pineda-Madrid existe unidad entre el sufrimiento de las víctimas, sus familiares y la sociedad en su conjunto, en estrecha correspondencia con los factores estructurales que causan la muerte, y por ende, el sufrimiento individual. La hermenéutica social del sufrimiento “pone de relieve las formas en que las fuerzas sociales más amplias se unen para arruinar las vidas humanas individuales” (Pineda-Madrid, 2011: 21). Al emplear esta herramienta de análisis, para el feminicidio, y en la línea argumentativa que traza Pineda-Madrid, es necesario hacernos otros cuestionamientos, entre ellos: “¿Cuál población es la que se encuentra en mayor riesgo de sufrimiento? ¿Quién es más propensa a experimentar el ataque perene del racismo, sexismo, clasismo, violación y tortura? ¿Cuáles son los intereses económicos, eclesiásticos, políticos, sociales y comerciales que se benefician manteniendo esta experiencia del sufrimiento invisible?” (Pineda-Madrid, 2001: 25). Las respuestas demandan involucramiento y respuesta, acota la autora.

Ciudad Juárez se ha convertido, para algunas mujeres, de acuerdo con Homi Bhabha (2013), en el espacio negativo de la civilización. Es en este espacio geográfico en el cual las mujeres desaparecidas y asesinadas han sido definidas como presas de la barbarie de la violencia, ya que carecen de la protección del Estado que les brinde la seguridad de la vida. Las personas sin Estado, desde la óptica de Homi Bhabha, son aquellas inmensas mayorías que constituyen paradójicamente las minorías ignoradas. En clave de género, María Lugones (2011) las llama la colonialidad de género y en ellas se intersecta la raza, la clase, el género y la sexualidad, con la complacencia de la excepcionalidad del Estado (Calveiro, 2008). Son ellas las que son cruelmente victimadas e ignoradas por las instituciones judiciales. Son ellas, las que con su desaparición y muerte infligida nos llaman a desarticular el liberalismo del miedo (Shklar, 2018) en los espacios geográficos en los cuales acaece la transmisión bárbara de la crueldad.

Para dar respuesta y desarticular este sufrimiento social y liberalismo del miedo, Chela Sandoval (2000: 53) aporta mediante un proyecto emancipatorio, el cual se genera con una acción en oposición y la teoría feminista del tercer mundo de Estados Unidos4 en el siglo xx, los mecanismos que permitan el nacimiento de un nuevo sujeto que pueda transformarse desde el sitio de un agente postergado —desde la matriz de la diferencia— a un agente activo para el nacimiento de una nueva sociedad en justicia social en el siglo xxi. El aporte teórico metodológico que brinda Sandoval es la consciencia oposicional, enraizada en la forma diferenciada de consciencia y el movimiento social. Este es un proceso que se sustenta en la fuerza de la metodología del oprimido.

Estos dos elementos teóricos y emancipatorios no solo son el resultado de la lucha de las feministas, sino también de otros grupos que se han organizado y han luchado en contra de un orden social opresor. Para este texto, retomo las cinco tecnologías opositivas del poder (Sandoval 2004: 85-86) que utilizan las oprimidas: semiología (la lectura de los signos); desconstrucción (la separación de la forma al significado que le han dado los grupos hegemónicos); metaideologización (la apropiación de formas ideológicas dominantes en nuevos conceptos revolucionarios); democrática (la reunión de las tres tecnologías anteriores, con el objetivo de alcanzar la justicia y las relaciones sociales igualitarias, le dan soporte a la democrática); movimiento diferencial (la acción política revolucionaria que resiste, y al mismo tiempo crea, por medio del amor, el deseo y la resistencia, una nueva sociedad, en la cual se puedan encontrar líneas de afinidad). La metodología del oprimido es un aparato de transformación global mediante la “hermenéutica del amor” (Sandoval, 2000: 5). Este es un nuevo modelo de acción que busca la justicia y las relaciones sociales igualitarias

1.2. Metodología y datos

A partir de la definición del feminicidio, como “el asesinato misógino de mujeres por hombres” (Radford & Russell, 1992: xi-3), y los cinco factores que lo sustentan: motivos, victimarios, actos violentos, cambios estructurales en la sociedad y tolerancia por parte del Estado y otras instituciones, se construyó una base de datos de feminicidio. En esta base se encuentran registrados todos los casos de las niñas y mujeres asesinadas desde el año de 1993 hasta el 31 de agosto de año 2018, que incluyen las siguientes variables sociodemográficas de las víctimas: número de caso, averiguación previa, fecha en que ocurrió el asesinato, nombre, edad, estado civil, familiares de la víctima, escolaridad, domicilio de residencia, distrito de residencia, lugar de origen, ocupación, nombre de la empresa en la que trabajaba, lugar en el cual se encontró el cadáver (al cual se le clasificó por escenario y comprende el domicilio, el distrito y la descripción del sitio), actos violentos (comprende toda la serie de violencias que se ejercen en el cuerpo de la mujer antes o después de ser victimada) y la tipología del feminicidio. En relación con los asesinos se tomaron en cuenta las siguientes variables: edad, lugar de origen, ocupación, domicilio, distrito y estado civil.

La construcción de la base de datos por parte de El Colegio de la Frontera inició el 28 de julio de 1998, con 124 casos documentados en el Estudio Hemerográfico de Mujeres Asesinadas (1993). La autoría de esta base de datos se registró a nombre de los Grupos de Estudios de Género de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, el Comité Independiente de Chihuahua de los Derechos Humanos y el Grupo Ocho de Marzo de Ciudad Juárez. A partir de 1998 se ha hecho la revisión diaria de los dos periódicos locales: Norte de Ciudad Juárez y Diario de Juárez para lograr un seguimiento preciso del feminicidio.

Otras fuentes que se pudieron obtener y que evidencian los asesinatos de mujeres para el período 1993-1998 son dos informes: el informe de la Subprocuraduría de Justicia del Estado Zona Norte y el de la Procuraduría General de Justicia del Estado. También se recopiló la información basada en la lista de mujeres asesinadas que se presenta en el libro El silencio que la voz de todas quiebra: mujeres y victimas de Ciudad de Juárez (Benítez, Candia, Cabrera et al., 1999). Sus siete autoras conformaron una estadística de fuentes periodísticas de 137 casos desde 1993 hasta 1998.

En julio del año 2003, el Instituto Chihuahuense de la Mujer presentó Homicidios de mujeres: auditoría periodística con 321 casos. También se revisó el Informe Especial de la Comisión Nacional de Derechos Humanos sobre los Casos de Homicidios y Desapariciones de Mujeres en el Municipio de Ciudad Juárez (2003), en el cual se mencionan 236 casos. En junio del año 2005, la periodista Diana Washington Valdez publicó el libro Cosecha de mujeres: safari en el desierto mexicano, en el cual presenta una lista de mujeres asesinadas y desaparecidas. La autora menciona que son 391 asesinatos de mujeres, más de 42 víctimas no identificadas, más otras 7 presumiblemente ya fallecidas. Todos estos casos dan un total de 440 asesinatos entre 1993 a 2004.

Igualmente se consultaron los 548 registros de los asesinatos de mujeres desde el año de 1993 hasta el año 2004 contenidos en El feminicidio de Ciudad Juárez, Chihuahua en cifras, de la Comisión Especial para dar seguimiento al avance de las investigaciones en torno al caso de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua. Por último, se revisaron tres informes y el informe final de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Relacionados con los Homicidios de Mujeres de la Procuraduría General de la República del año 2016.

La base de datos feminicidio, 1993-2018, de El Colegio de la Frontera, contiene información de 1850 casos de niñas y mujeres asesinadas desde el año 1993 hasta el 31 de agosto del año 2018, de la cuales, 322 permanecen sin ser identificadas. Cabe mencionar que, con la información disponible se puede cuantificar y clasificar el feminicidio en la mayoría de sus variantes. En este artículo, solo me ocuparé de 154 casos, las víctimas del feminicidio sexual sistémico.

He organizado la estructura de este artículo alrededor de tres temas: en el primero, discuto la unidad de la hermenéutica social del sufrimiento en un nexo con otras estructuras sistémicas y globales de poder: el capitalismo neoliberal, la inmigración, las guerras inducidas (Calveiro, 2008) y los gobiernos privados (Mbembe, 2011) que inciden en la persistencia de la muerte de las mujeres y niñas y su expulsión de la humanidad con la perdida de la vida y la justicia, que es en síntesis la perdida de la igualdad ciudadana. En el segundo acápite, me intereso en ofrecer una explicación detallada del número de niñas y mujeres víctimas del feminicidio sexual; la horrorosa mutación que han sufrido los cadáveres y la situación jurídica que guardan algunos de los casos con relación a la pena o la privación de la libertad de los supuestos perpetradores. El tercer punto analiza algunas de las resistencias y las acciones políticas que llevan a cabo algunas familiares de las víctimas en el momento en que exponen públicamente el dolor y exigen la justicia, por medio de su voz, de la imagen y de la plegaria. Son ejemplos de luchas contrahegemónicas patriarcales por parte de los familiares de las víctimas para forjar otras posibilidades de acceder a la justicia y desarticular lo que Fregoso (2009) llama “orden necropolítico” que surge en la frontera de México-Estados Unidos y que Sagot (2013) lo designa “la necropolítica de género”. Estas tramas, las analizo cada una en particular.

2. La unidad de la hermenéutica del sufrimiento

Esta es una historia local-global que mantiene una impunidad histórica, territorial y constante. Retomar el recuento acumulativo de la hermenéutica del sufrimiento es mostrar que los elementos que la componen van en contra del desarrollo de la ciudad, y por lo mismo, la desposesión de su gente. Ramon Grosfoguel propone, para entender el Sur global, situar al ego que conoce y reflexiona en una “perspectiva epistémica desde el lado subalterno de la diferencia colonial” de los espacios y de los cuerpos diversos y subalternizados por la raza, la etnia, la sexualidad. Esa misma diversidad existe para quien comprende, porque para Grosfoguel “[n]adie escapa a la clase, lo sexual, el género, lo espiritual, lo lingüístico, lo geográfico y las jerarquías raciales del ‘sistema mundo moderno/colonial capitalista/patriarcal’” (2007: 21).

Montserrat Sagot (2013)5 plantea que en Centroamérica la violencia contra las mujeres por motivos de género no solo tiene sus orígenes en las relaciones históricas de dominación del hombre sobre la mujer, ya que también se debe al sistema económico político, que crea exclusiones y desposesión; al Estado, que genera impunidad y a sus agentes que generan complicidad; a la presencia del crimen organizado y a los renovados lazos comerciales que se dan con los “centros de poder colonial” (Sagot, 2013). Para Breny Mendoza (2010: 20), la epistemología latinoamericana feminista necesita situarse desde la “herida colonial” latinoamericana que nos llega del mundo europeo, y que Gloria Anzaldúa la define, desde la frontera mexicano-estadounidense, como “una herida abierta where the Third World grates against the first and bleeds” (1987: 3).

Mapa 1

Ciudad Juárez en la frontera México-Estados Unidos

Fuente: Elaboración propia con base en Google Maps (2018).

Ciudad Juárez, a lo largo de su historia, es un ejemplo de la “colonialidad global”. En esta urbe la “imbricación” de diferentes formas de producción nos reflejan su estatus de Sur global y su circunscripción a una continua y perene acumulación de capital a escala mundial, sean estas “legales” o “ilegales”. Son formas de trabajo “oprimidas” y son “formas de acumulación violentas” para las regiones periféricas (Grosfoguel, 2007: 36). Así, el proceso de industrialización global ofreció las ciudades, de manera indiscriminada, a las empresas trasnacionales a finales de la década de 1970, brindándoles mano de obra barata, espacios físicos e infraestructura urbana que “garantiza la libre circulación de las mercancías para la realización del capital” (Calveiro, 2012: 10) para el disfrute de unos pocos en explotación de los muchos otros. En estas empresas, llamadas maquiladoras,6 el trabajo de las mujeres ha sido un factor clave para el posicionamiento de esta industria. A ellas se le contratan en condiciones de precariedad, lo cual incluye bajos salarios, escasos beneficios de seguridad social y condiciones laborales muy pobres. Los hombres que laboran en estas industrias no es que estén en mejor posición (Quintero-Ramírez, 2002: 246-247), ya que las y los operadores de la maquiladora ganan un sueldo promedio semanal de 50 USD estadounidenses. Cabe mencionar que estas obreras se emplean en condiciones graves de explotación en la “línea de ensamblaje global” (Narayan, 1997: 59-60).

Por otro lado, la política prohibicionista de las drogas en Estados Unidos, a partir del año 1914, ha tenido repercusiones en los temas de seguridad y violencia para América Latina hasta la presente fecha (Fuentes: 2018). En el año 1969, cuando el presidente estadounidense Richard Nixon declara “la guerra contra las drogas” dado al consumo de estas en su país, dicha política requirió la colaboración de los Gobiernos de Colombia, Bolivia, Perú y México, los cuales, a su vez, también habían creado mercados y rutas ilícitas. Entre los años 1993 al 2001, el presidente William “Bill” Clinton continuó con la política prohibicionista y se focaliza en la frontera norte de México para impedir el flujo de las drogas ilegales a Estados Unidos. En 1999 se establece el Plan Colombia junto con el presidente de ese país, Andrés Pastrana, (Telesur, 2016) como una estrategia antidrogas que impedía la llegada de las drogas provenientes de Colombia que cruzaban el Océano Atlántico y el Mar Caribe y llegaban al país norteamericano.

Al debilitar el monopolio de los carteles colombianos, los carteles mexicanos, que operaban desde la década de 1970 se fortalecieron, puntualiza Fuentes (2018).Estados Unidos extendió este mandato a México mediante el Plan Mérida en el año 2007. En ese entonces, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el presidente de México, Felipe Calderón, concertaron, entre otros acuerdos, trabajar juntos en una lucha bilateral contra el crimen organizado trasnacional. Desde entonces, la guerra llegó de forma frontal y brutal a Ciudad Juárez en el año 2008. Mujeres y hombres quedaron atrapados entre los militares, la policía federal y los gobiernos, privados de las mafias del crimen organizado. Si bien, la presencia militar comienza a disiparse en el año 2012, la violación a los derechos humanos permanece en la memoria de la ciudadanía. Excepcionalmente se hace el nexo entre el consumo de drogas en Estados Unidos y el incremento de niñas y mujeres desaparecidas y asesinadas.

Desde estas experiencias económicas de la violencia, estructuro la siguiente reflexión en dos secciones, las cuales retoman la pérdida del sujeto convertido en deshecho humano y las resistencias sociales de sus familiares: las víctimas indirectas. La primera de ellas, muestra en la línea del tiempo la transmisión barbárica (Bhabha, 2013: 60) de un crimen contra la humanidad de las mujeres que es el feminicidio sexual sistémico. Este tipo de feminicidio presenta, mediante el número de casos y las sentencias que se han dictado, la cruel determinación de la injusticia para las víctimas y de la impunidad para los asesinos. La segunda parte evidencia el diálogo contrahegemónico que sostienen los familiares de las víctimas para reposicionar el sujeto político de sus hijas desaparecidas y asesinadas en el espacio de una ciudadanía de género, clase social, racialización.

3. La transmisión bárbara de la crueldad

¡Ni una más!, es una de las demandas de los grupos feministas de mujeres contra la violencia como elemento que configura sujetos femeninos y comunidades en situación de violencia. Con este grito buscan la justicia y nuevas formas de recuperar el sujeto político, aquella a la que el disfrute de la plenitud de la vida se le impide, niega y obstaculiza (Wright, 2007). No obstante, la CIDH dispuso que el Estado mexicano condujera “eficazmente el proceso penal […] para identificar, procesar y sancionar a los responsables materiales e intelectuales de la desaparición, maltratos y privación de la vida de las tres jóvenes” (2009: 115). Adicional a ello, “usar todos los medios disponibles para […] evitar la repetición de hechos iguales o análogos a los del presente caso” (2009: 154). El grito por alcanzar la justicia, que debe leerse desde la visión de Homi Bhabha, es un movimiento anticipado que delinea el futuro que se pretende alcanzar (2013), por parte de aquellos pueblos connotados por la desigualdad y discriminados por la raza, la cultura y “la indignidad institucionalizada” (Bhabha, 2013: 30).

Después de la sentencia del Caso González y otras frente a México, y a partir de la campaña de buena imagen que ha prevalecido en Ciudad Juárez por parte de la élite político-económica, pareciera que la desaparición y el feminicidio son crímenes del pasado. Nada más alejado de este mito que oculta la “transmisión barbárica” y “el espacio negativo de la civilización” (Bhabha, 2013: 60) para las niñas y mujeres a las cuales les ha sido negado el derecho a tener derechos, porque son las mujeres “sin Estado” (Bhabha, 2013: 50). Son a estas mujeres las que la presente investigación rescata del olvido oficial, y presenta la conexión entre un pasado reciente que inicia a finales del siglo xx y se enquista bárbara e impunemente en el presente, en el siglo xxi.

En este contexto, la desaparición de niñas y mujeres ha sido una constante en esta ciudad; podemos identificar nítidamente dos períodos en los cuales se han cometido crímenes contra la humanidad de las mujeres. El primero de ellos inicia en el año 1993 y finaliza en el 2007. De acuerdo con la base de datos Desaparición forzada de niñas y mujeres en Ciudad Juárez (Espinosa y Monárrez, 2016), de este período permanecen desaparecidas 27 niñas y mujeres. En el segundo período, que inicia en el año 2008 y continúa hasta 21 de agosto del año 2018, se da un incremento en los casos de desaparición de mujeres, de tal manera, que el total de desapariciones suman 104. Son 131, todas ellas las que hacen falta.

Habrá que decir también que, si bien desde enero de 1993 y hasta el 31 de agosto de 2018 han sido asesinadas 1850 niñas y mujeres,7 a partir de la “guerra contra las drogas” se registraron 1043 casos. En este contexto emanó la sentencia del Campo Algodonero en el año 2009, y junto con ella, una población sitiada por el ejército, la policía federal y los sicarios de las diferentes pandillas que fungen como el brazo armado de las mafias en Ciudad Juárez. Con la guerra llegaron nuevas formas de violencia contra la población: la desaparición forzada, la tortura sexual, el juvenicidio y el recrudecimiento del feminicidio.

Gráfico 1

Víctimas del feminicidio sexual sistémico en Ciudad Juárez, 1993-2018*

Fuente: Monárrez Fragoso (1998), “Base de datos del feminicidio” [archivo particular de investigación], Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte, Ciudad Juárez, México.

* Comprende los casos del 1 de enero de 1993 hasta el 31 de agosto de 2018.

Contar la historia del feminicidio sexual sistémico y su impacto en la vida de más de un centenar de mujeres requiere un trabajo minucioso de recolección de datos tanto de fuentes oficiales —por cierto, muy escasas e invisibilizadas— así, como el seguimiento y el acompañamiento de algunas actividades de familiares de víctimas y organizaciones feministas que acompañan esta demanda de justicia. En el gráfico 1 se ofrece un recuento de los casos de feminicidio sexual sistémico que pudimos recolectar en la base de datos de feminicidio. Cabe mencionar que hay años emblemáticos que muestran un contexto sistemático de violencia feminicida: en el año de 1996 se presenta el mayor número de víctimas, 19 en total; le sigue el año 1995 con 15 víctimas; los años 1998 y 2012 con 14 feminicidios respectivamente; de igual forma, los años 2001 y 2013 se igualan con 10 casos cada uno de ellos.

También hay espacios geográficos emblemáticos, tal como lo muestra el mapa 2, en el cual quedaron los cuerpos de las mujeres “sin Estado” (Bhabha, 2013: 51). Estos son: Campo Algodonero (2001), sitio reconocido a escala mundial en el cual fueron encontrados 8 cadáveres (sin embargo, hay otros lugares que también son paradigmas del feminicidio en esta ciudad); y Valle de Juárez (1994-2014), necrópolis en la que abandonaron 40 cuerpos (10 en el arroyo del Navajo, 15 en la sierra de San Agustín y otros 15 dispersos en sus linderos). Los otros cementerios a la intemperie son: Lote Bravo (1995), con 6 víctimas; Lomas de Poleo (1995-1996), con 11 víctimas; la carretera a Casas Grandes (1995-1999) —en los kilómetros 5, 20, 22, 27 y 38— que se volvió la vía predilecta para el depósito de cadáveres; Granjas Santa Elena (1994-1997), con 8 jóvenes sin vida; aunados a las 7 que fueron abandonadas en los cerros que circundan el norponiente de la ciudad. Por último, se encuentra el simbólico Cristo Negro (2002-2003), en el cual, con toda la atención mundial por las jóvenes encontradas en Campo Algodonero, no suscitó la misma indignación que el descubrimiento de 6 jóvenes asesinadas, sumado a 4 casos más que se han repetido en dicho sitio. En el año 2016 no se encontró algún cuerpo, mientras que en el año 2017 se registró un caso en el arroyo de Guadalupe, en la sierra de San Agustín en el Valle de Juárez. En el 2018 fue localizado otro cadáver más en la zona suroriente de esta urbe.

No solo los sitios nos recuerdan un pasado que no muere y un futuro que no nace (Bhabha: 2013), igualmente, el derecho a la verdad y a la justicia persisten suspendidas e interrumpidas en Ciudad Juárez. De los 154 casos de feminicidio sexual sistémico, en 5 se ha dictado sentencias absolutorias y en 39, lo que equivale al 25%, se han sentenciado a 33 feminicidas. Que 33 agresores hayan sido declarados culpables de 39 feminicidios sexuales sistémicos alude a que uno o más ellos participaron en la muerte de una o varias mujeres. Del año de 1994 hay una sentencia de 15 años para el victimario; de 1995 hay 6 sentencias condenatorias en contra de 6 hombres. Llama la atención que de este último caso, uno de los sentenciados murió en prisión, cuyas sentencias fueron dictadas en los años 2003 y 2005.8

Mapa 2

Escenarios de muerte del feminicidio sexual sistémico en Ciudad Juárez, 1993-2018

Fuente: Vela González (2017), basado en la “Base de datos de feminicidio” de la Unidad de servicios estadísticos y geomáticos de El Colegio de la Frontera Norte. Ciudad Juárez, México.

Por los feminicidios del año 1996 se dictaron, en el 2005, 6 sentencias en contra de 6 hombres.9 Por 8 víctimas del año de 1998, 11 hombres fueron sentenciados.10 Para el año de 1999 se condenaron a 5 hombres por 4 víctimas.11 En el año 2000, solo un hombre fue responsabilizado por el feminicidio de una joven y purga una condena de nueve años y medio; la madre de la joven llevó el caso de su hija a la Comisión Nacional de Derechos Humanos y a la CIDH. La sentencia se dictó en el año 2011. De los femicidios del 2001 hay un hombre que fue sentenciado, en el año 2016, a 40 años de cárcel por uno de los Casos del Campo Algodonero. Es de anotar que él fue detenido después de la sentencia de la CIDH; sin embargo, la madre de la víctima, así como su equipo de abogados, no cree en la culpabilidad de este sujeto. En primer lugar, no hay evidencias que lo relacionen con el asesinato, segundo, el Estado mexicano pretende sustentar su hipótesis de que los 8 cuerpos encontrados en Campo Algodonero son casos aislados y no constituyen un patrón organizado y sistémico. De ese mismo año, mas no de Campo Algodonero, se encuentra otro hombre, quien cumple una sentencia de 18 años por el feminicidio de otra joven.

En el período que comprende los años 2002 al 2010, 26 mujeres fueron víctimas del feminicidio sexual sistémico, y aunque por algunos casos hay varios sospechosos detenidos y otros en proceso judicial, hasta la fecha no se ha dictado sentencia por ninguno de estos crímenes. Vale recordar que en el año 2003 el Informe de la Comisión de Expertos Internacionales de la Organización de las Naciones Unidas declaró que, si bien hay algunos detenidos por casos emblemáticos del feminicidio en Ciudad Juárez, no podían indicar si eran culpables, pero dada la falta de evidencias tampoco podían expresar que eran inocentes (2003). Hasta la fecha, estas palabras tienen validez, pues no hay culpables ni inocentes.

Con la llegada de la “guerra contra las drogas” el número de niñas y mujeres desaparecidas se incrementó; 131 féminas permanecen en esa condición, de las cuales, 104 fueron desaparecidas a partir del año 2008 (Espinosa y Monárrez, 2016). Mientras tanto, entre los años 2011 y 2013 se encontraron fragmentos óseos de 2712 mujeres que ya han sido identificadas. Esto ocurrió en dos sitios emblemáticos del feminicidio juarense: la sierra de San Agustín y el arroyo del Navajo, ambos localizados en el Valle de Juárez, apenas a unos kilómetros al oriente de la mancha urbana de la ciudad fronteriza, bordeando con el Río Bravo y El Paso, Texas (EE. UU.).

En tal contexto, en el año 2015 fueron sentenciados 6 hombres, señalados de pertenecer a la banda de Los Aztecas. Ellos fueron acusados de la desaparición, secuestro, trata de mujeres, explotación laboral, reclutamiento para venta de drogas, explotación sexual, reclutamiento y entrega de las víctimas —de los casos de la sierra de San Agustín y el arroyo del Navajo— a otras bandas criminales. Los integrantes de esta banda están encarcelados en la prisión de Ciudad Juárez, y, aunque no se les pudo comprobar el feminicidio y la inhumación clandestina de 11víctimas (1 del año 2011; 8 víctimas del 2012; 2 del 2013, todas ellas desaparecidas en los años 2008 al 2011), fueron sentenciados a purgar una pena de 697,5 años cada uno.13 Uno de ellos murió en prisión. Están pendientes de judicializar y sentenciar el caso de otras 16 víctimas, cuyos restos o fragmentos óseos fueron localizados en la misma zona.

Termino apuntando que la sentencia del Campo Algodonero marcó un hito en este proceso; sin embargo, la Red Mesa de Mujeres y familiares de víctimas que tomaron parte activa en este juicio no están conformes, ya que la sentencia para esta banda es el eslabón más bajo del crimen organizado en contra de las niñas y mujeres. Falta develar la estrecha conexión entre los grupos con mayor poder delictivo, las autoridades tanto policiales como penitenciarias que conocían de esta trata sexual. Sobre todo, falta desmantelar “la metodología de la violencia, la cual es usada por el Estado, para reproducir el poder del Estado, y el feminicidio es usado como una herramienta para controlar a algunos segmentos de la sociedad” (Bejarano, 2015: 72 [traducción al español]), por medio de la matriz social de la hermenéutica del sufrimiento, la cual sostiene la transmisión bárbara de la crueldad para las mujeres sin Estado.

4. Las luchas por la justicia y las relaciones sociales igualitarias

Desde esta transmisión bárbara de la violencia impune, los familiares de las víctimas subvierten esta metodología de la violencia, que Chela Sandoval denomina metodología del oprimido, la cual “comprende las habilidades, los valores y la ética generada por una ciudadanía subordinada obligada a vivir en ámbitos similares de marginalidad” (Sandoval, 2000: 52-53). Estas técnicas emergen de la “consciencia diferencial y movimiento social” (2000: 81 [traducción al español]), equiparable con la fuerza de un ímpetu liberador que surge de esa misma matriz que ha producido y permitido la diferencia de las personas. En este impulso de los movimientos latinoamericanos, que vienen desde “el sótano” (Mendoza, 2010: 19), se encuentran las víctimas y sus familiares. Son ellos y ellas quienes ocupan, jerárquicamente, las posiciones más bajas en la escala de valores económicos, políticos y sociales. Son las personas que viven y experimentan la violencia desde la marginalidad de la justicia.

Familiares de las vidas desnudas que han sido confinadas a ser las sujetos “socialmente muertas que hablan desde el espacio de la muerte” (Guidotti, 2011: 164,169 [traducción al español]) y generan una serie de acciones que, al mismo tiempo, fundan su autoconciencia y su producción de resistencias. Son ellas, en este nuevo estatus que se les ha conferido entre el ser muertas y ser vivas, quienes “le dicen a la gente cosas que ellas no saben acerca de ellas mismas y de su historia.” Y, desde los márgenes, “nos enseñan acerca de las desigualdades del poder” (Guidotti, 2011: 158 [traducción al español]). Los nuevos valores que demanda esta ciudadanía quebrantada se desgranan en testimonios que nos desvelan la realidad de sus barrios “donde el patriarcado, la violencia y la pobreza golpean” (Cervantes-Soon, 2012: 382 [traducción al español]). Ellas —la mayoría mujeres/madres— colocan en el espacio público su duelo, pero al mismo tiempo el valor político de quienes fueron despojadas del mismo: sus hijas. Familiares de víctimas, desde su cuerpo-político (Grosfoguel, 2007), hacen un hogar al sufrimiento por medio del lenguaje y de esa manera refutan, como lo plantea Veena Das, la “escena de “devastación” que se contrapone entre la inacción de las autoridades y el testimonio de las mujeres violentadas “para preguntar cómo debe una habitar un mundo que se ha vuelto extraño a través de la experiencia desoladora de la violencia y la pérdida” (Das, 2016: 58).

Como respuesta a un Estado indolente, que no busca a las desaparecidas y no otorga justicia a las víctimas del feminicidio, sus familiares las hacen presentes mediante técnicas opositivas del poder, las cuales se encuentran en las pesquisas que pegan en los postes eléctricos, en las cruces negras con fondo rosa, en los murales que han quedado pintados en sus cuerpos, en las paredes de la ciudad y en las fotografías que sus madres y familiares portan en sus camisetas, de modo que, “el potencial de violencia está inscrito en esta construcción” (Das, 2016: 69). Han mirado profundamente y han subvertido los postes eléctricos que llevan luz a la ciudad, para llevar luz a sus pesquisas; la cruz, símbolo por excelencia del cristianismo, les recuerda que sus hijas han sido sacrificadas; sus cuerpos, con las fotografías de sus hijas/esposas/madres/sobrinas subvierten los sitios en los cuales ellas se aparecen, para recordar a la sociedad que hay mujeres desaparecidas y otras de ellas han sido asesinadas. Los familiares cuestionan y reclaman con estas técnicas de las oprimidas. ¿Cómo es que, por medio de varias administraciones gubernamentales, incluso después de la sentencia del Campo Algodonero, continúa la apropiación brutal y atroz del cuerpo de las mujeres en el cual se inscribe el neoliberalismo y las guerras inducidas contra las drogas? ¿Por qué los barrios en los que ellas moran se convierten en fuentes inagotables de la categorización de las no personas, de las muertas sociales, del caos, el miedo y el Estado de excepción, organizado alrededor de un sistema económico que depreda los recursos naturales y humanos, en las formas de la militarización y la narcoterrorización?

En la búsqueda de la justicia, los familiares de víctimas adscriben de diferentes formas el valor a la vida devaluada de las hijas, hermanas y esposas desvanecidas y destruidas. Una de ellas es la celebración litúrgica que ofrecen en la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe, el último sábado de cada mes, en la cual se pide por el regreso de las jóvenes y se celebra a quienes cumplen años ese mismo mes. La misa tiene un valor cultural y simbólico clave en el santuario de la Virgen de Guadalupe, la patrona de México, la que cuida de los más pequeños. El sacerdote Francisco García, quien les acompaña en estas celebraciones litúrgicas, afirma que estas también tienen una segunda intención:

Toda celebración que hacemos y toda acción que las madres de desaparecidas realizan, cobra un sentido de exigencia de justicia, de que las investigaciones no se detengan. Es una exigencia constante hacia las autoridades para que den respuesta a esta cantidad de familias que han perdido a sus hijas y que no logran encontrarlas (Ibarra, 2016: s/p).

Por eso, el sacerdote García expresa lo siguiente: “Pedimos por nuestras hermanas desaparecidas que están cumpliendo años”. Al mismo tiempo, pide por las madres y las llama “queridas hermanas”. Luego, durante la homilía, les explica: “Yo le pido a Dios en esta misa que les fortalezca su alma, su espíritu, sus piernas ¿verdad?, sus pies para que sigan caminando, su boca para que sigan pidiendo, exigiendo, su mente para que les siga dando ideas ¿verdad?, su corazón para que sigan animándose unas y otras” (Carbajal, 2016, grabación de audio). Frente al escarnio del que han sido víctimas, encuentran, en la iglesia, un espacio público y valorado para sus peticiones de justicia y de relaciones igualitarias.

Desde estas dimensiones de la justicia religiosa y la justicia correctiva, el 29 de octubre del año 2015, Anita Cuellar Figueroa, madre de Jessica Ivonne Padilla, desaparecida en el año 2011, mandó a elaborar un póster y camisetas que contenían la fotografía de su hija y una plegaria para ella (ver imagen 1). Un nutrido grupo de familiares de esta joven, convertidos en murales ambulantes de la imagen y la petición, se retrataron al pie del atrio de la catedral de Nuestra Señora de Guadalupe. Desde la imagen y las palabras se transita a la necesidad de concelebrar la tan esperada vuelta de quien quedo retratada en esa foto que se multiplica y se amplifica, para que ella, si alguna vez regresa, sepa que nunca dejaron de buscarla, celebrarla y orarla en una súplica constante a Dios.

Esta puesta en escena del dolor privado en lo público es una estrategia de las oprimidas. Según Veena Das (2016), estas son formas de escapar de la privacidad, del secreto y de la reserva del dolor. Al compartir como familia y con otros familiares de las víctimas, la misma dolorosa situación por la pérdida de las hijas/hermanas/sobrinas/primas ausentes, la celebración del cumpleaños les reconforta y, al mismo tiempo, les une en una consciencia opositora que rechaza la muerte y celebra la vida. En su deseo de que regrese, se encuentra la resistencia y el reconocimiento de que hay un desconocimiento oficial y ciudadano, por parte del Gobierno y por parte de una sociedad que tolera esta impunidad.

Imagen 1

Oración de una madre por su hija desaparecida

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Fuente: Fotografía tomada por Julia Monárrez Fragoso (octubre de 2016).

En otro movimiento de consciencia oposicional y social se encuentran el señor José Luis Castillo y la señora Martha Rincón, cuya hija, Esmeralda Castillo, desapareció en el año 2009. Él y ella, quienes forman parte del Grupo Acción por los Derechos Humanos, convocaron desde el 2016 a la ciudadanía juarense a sumarse a tres rastreos en el arroyo El Navajo. El 25 de noviembre, en un foro que conmemoraba el día de la no violencia contra las mujeres, ella explicó que un fémur de su hija fue lo único que se encontró en dicho sitio en el año 2013. Sin embargo, hasta el año 2015 fueron notificados de que el fragmento pertenecía a su hija. Ella hace un llamado para que la acompañen los rastreos, ya que para las autoridades, asegura

Mija ya no tiene vida […] para mí sí, porque muchas personas pueden vivir sin una pierna. Entonces, como yo se los dije a ellos: si a mí ustedes me entregan el cráneo, ahí sí, yo no les puedo decir que mija todavía tiene vida, porque yo no he sabido que una persona sin cabeza viva […] Y pues aquí seguimos exigiéndole a la justicia que trabaje, queremos justicia, si es que ella ya no tiene vida. ¿Dónde están los responsables? ¿Dónde están los culpables? ¿Dónde están los que le hicieron ese daño tan grande que le hicieron a mija? No, no más a mija, porque ustedes saben que hay muchas jóvenes desaparecidas y se han encontrado en el arroyo del Navajo ya sin vida (Carbajal, 2016: grabación de audio).

Los padres de Esmeralda Castillo exigen a las autoridades que, así como les dieron un fragmento del cuerpo de su hija, les devuelvan el cuerpo completo. Con el mismo daño que sus perpetradores le han hecho a su hija, también refrendan el daño que ha cometido el Gobierno al permitir su desaparición. Quieren y desean vehemente encontrar el cuerpo completo, pero también quieren la verdad y la justicia para su hija y “muchas jóvenes más”.

Estos ejemplos que he rescatado, mediante acompañamientos que he hecho a los familiares de víctimas, se suman a las muestras de resistencia que han protagonizado las madres y familiares de las víctimas del feminicidio desde la década de 1990. Son historias individuales que llaman a la participación colectiva de la ciudadanía para transformar, mediante diferentes técnicas de protesta, la colonización arbitraria y atroz de los cuerpos de sus hijas/madres/sobrinas. No obstante, frente a un Estado clasista y patriarcal, transformar las condiciones de muerte requiere, además de la justicia, la transformación de las estructuras injustas que crean vidas desnudas en las economías del despojo y la violencia.

5. Conclusiones

Realizar un recuento del feminicidio en Ciudad Juárez es poner en el centro de la discusión el feminicidio sexual sistémico. Esta categoría no podría haber sido desarrollada sin los estudios pioneros de un sinnúmero de feministas que han contribuido y aún continúan desarrollando su conceptualización. Los motivos patriarcales de la misoginia y el sexismo, en la matanza de las mujeres, es la primera lección que hemos aprendido de la palabra feminicidio, no porque antes no haya existido este destrozo de la mitad de la vida humana, sino porque no la habíamos denunciado con la fuerza que requería. No obstante, los conceptos se van transformando de acuerdo con la realidad que se estudia, y no al contrario; la realidad se ajusta a los conceptos.

El feminicidio sexual sistémico ha sido el destino de más de un centenar de niñas y mujeres de Ciudad Juárez en un largo período de tiempo. En este, se han conjugado lo que Deborah Cameron y Liz Frazer llaman la lujuria de matar y el deseo de la sangre. Aunado a estos motivos, hay otros codificadores sociales que han sustentado el contexto generalizado del feminicidio que se ha reflejado en las niñas y mujeres asesinadas; ser pobres, jóvenes, estudiantes o trabajadoras, como un número importante de otras víctimas en Ciudad Juárez en la cual confluyen factores estructurales que desencadenan la violencia y la inseguridad para sus habitantes. Estos factores son: núcleo industrial transfronterizo maquilador; la violencia política incentivada desde los Gobiernos mexicano y estadounidense, al pactar por una guerra contra las drogas que lacera a la población; las violencias producto de los agentes del crimen organizado —los gobiernos privados— como el narcotráfico, la trata de personas y la matanza de mujeres.

Concebir una unidad entre el sufrimiento individual de víctimas y familiares de víctimas, y las estructuras económicas, políticas y sociales que lo sostienen, requiere tener en cuenta la hermenéutica social del sufrimiento. Mediante esta podemos focalizar a Ciudad Juárez como un ejemplo de la colonialidad del Sur global. Ciudad Juárez es un espacio negativo de la civilización, es un referente obligado al momento de pensar en el feminicidio y en las grietas que permanecen al haberse convertido en un sitio incapaz de poner un alto a la desaparición y feminicidio de mujeres. El Estado mexicano fue exhibido internacionalmente como un Estado irresponsable con las niñas y las mujeres, al ser sentenciado por la CIDH en el año 2009. La paradoja de esta irresponsabilidad es que el Estado mexicano es responsable por la violación a los derechos humanos básicos tales como la integridad personal, la libertad personal y el derecho a la dignidad y la honra, consagrados en la Convención Americana de Derechos Humanos. En concreto, el Estado les ha negado esos derechos a las mujeres y el derecho al disfrute del espacio físico, con la puesta en vigencia de una colonialidad de género con base en su sexo, género, clase social, racialización y sexualidad.

Examinar los 154 casos del feminicidio sexual sistémico, a los 33 perpetradores que purgan una sentencia y las 131 mujeres desaparecidas, nos habla de la impunidad como un elemento que impide el acceso a la justicia. Con estas cifras, pasamos del análisis de las modalidades estructurales de la violencia y la situación de las mujeres sin Estado, al Estado que guarda el feminicidio sexual sistémico a lo largo de 26 años. Con este caso paradigmático de permanencia continua de desaparición, tortura sexual, mutilación, violación y destrucción de los cuerpos se comprueba que la justicia y las relaciones igualitarias están muy lejos de ser una realidad para algunas niñas y mujeres de Ciudad Juárez.

Las víctimas, tanto las desaparecidas como las asesinadas, aunque ya no pueden hablar, permanecen constantemente en el espacio público. Su voz silenciada cobra presencia con las otras víctimas: sus familiares, quienes reclaman el trato inhumano y el sitio al margen de la humanidad y la civilización que se les ha dado a sus mujeres. Desde esta experiencia de sufrimiento social situada, por medio de las técnicas de la metodología de las oprimidas, hacen uso de su voz para reclamar la impunidad e injusticia. Igualmente, reposiciona mediante las fotografías la imagen de quien no está físicamente en el espacio negativo de la civilización. Algo semejante ocurre en el momento en que se realiza el reclamo por medio de un fragmento del cuerpo de su hija ausente/muerta. El cuerpo, que es sagrado, ha sido desacralizado.

Condenso lo dicho hasta aquí. Independientemente de que nos hemos centrado en el caso de Ciudad Juárez, me parece pertinente subrayar que el feminicidio es una palabra potente. Si dejamos de pensarla solo como producto de una relación cultural, que jerarquiza las relaciones desiguales entre hombres y mujeres en detrimento de ellas, y la comprendemos como una palabra capaz de describir los diferentes sistemas políticos, sociales y económicos que actúan en contra de la vida de las niñas y las mujeres, entonces podemos pensarla como una palabra antisistémica que denuncia los diferentes ensamblajes de opresión para las mujeres. Esta tarea es parte de la agenda feminista para el logro de un mundo más justo e igualitario.

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1 Este artículo es resultado de la ponencia ofrecida en el seminario internacional El Contexto Femicida de la Violencia Contra las Mujeres, organizado por el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultura, el Instituto de Altos Estudios Nacionales y el Consejo Nacional de Igualdad de Género en Quito, (Ecuador) el 24 de noviembre de 2017. Deseo expresar mi gratitud a los excelentes comentarios, observaciones y correcciones que me brindaron quienes leyeron este artículo bajo dictamen ciego. También agradezco a la maestra Lidia Margarita Soriano y al licenciado Jesús Alfredo Rodríguez por su asistencia técnica. Los errores del ensayo son mi responsabilidad.

2 Yo utilizo la palabra feminicidio; más adelante explicaré porqué mi decisión por esta opción. Sé que en América Latina algunas feministas hacen uso de la palabra femicidio y otras feminicidio. Sin embargo, esta discusión, jurídica o semántica, no es el objetivo de este artículo.

3 Esta es una tarea pendiente para la investigación académica.

4 Las cursivas son mías y el artículo en inglés se titula “U.S. Third World Feminist: The Theory and Method of Oppositional Consciousness in the Postmodern World”. El término fue acuñado por Chela Sandoval. Son las mujeres que viven un tercer mundo en el primer mundo

5 Agradezco a Carolina Irene Márquez Méndez quien me acercó a esta lectura.

6 Industria manufacturera de exportación que utiliza mano de obra mexicana con salarios de extrema pobreza y vende sus mercancías en todo el mundo.

7 Como lo he explicado anteriormente, el feminicidio es complejo y tiene diversas contextualizaciones y representaciones en relación con las víctimas y los victimarios y las razones de género por las cuales fueron asesinadas (Monárrez, 2010). Sin embargo, no son materia de reflexión en este ensayo, solo el feminicidio sexual sistémico.

8 Abdel Latif Sharif Sharif fue sentenciado por un feminicidio a 20 años en el año 2003 y murió privado de su libertad en el penal de San Guillermo, en Aquiles Serdán, Chihuahua. En el año 2005, siete integrantes de la banda “Los Rebeldes” purgan una sentencia de 40 años cada uno por cinco casos.

9 Son los mismos: Abdel Latif Sharif Sharif fue sentenciado a 20 años en el año 2003 y murió en una prisión de Chihuahua. En el año 2005, seis integrantes de la banda “Los Rebeldes” purgan una sentencia de 40 años.

10 Tres miembros de Los Rebeldes fueron responsabilizados por tres víctimas a 40 años de cárcel para cada uno. A dos de ellos, previamente, los habían condenado a 40 años por otros 5 casos. Es decir, acumulan una pena de 80 años cárcel cada uno. Otros dos hombres fueron sentenciados a 20 años de prisión por el caso de una joven. Jesús Antonio Garabito Urbalejo “El Pecas” y Francisco Aguilera Luna “El More”, fueron condenados a 18 años de prisión por el crimen de Argelia Irene Salazar Crispín. Ella fue localizada sin vida, en 1998, en las vías del ferrocarril, a la altura de la calle Ponciano Arriaga y Eje Val Juan Gabriel en 1998. La víctima fue torturada, mutilada y violada (parcialmente calcinada). Garabito Urbalejo murió en prisión en junio de 2005. La madre de la víctima adujo que los dos sentenciados no eran los únicos culpables ya que ellos formaban parte de una organización delictiva. No hubo mayor investigación, el caso se cerró con la sentencia a esos dos hombres; el tercer sentenciado fue por 17 años; no obstante, la madre de la víctima aduce que él no actuó solo, y que su hijo era parte de una organización delictiva a la que no quería develar. En el año 2005, otra banda llamada de Los Ruteros o la banda de El Tolteca con cinco miembros fueron responsabilizados del feminicidio de otras tres mujeres. Purgan condenas que van de los 23 a los 40 años de prisión.

11 Son los cinco miembros de Los Ruteros.

12 Los casos de 11 víctimas ya han sido judicializados, quedan pendientes 16 casos. Esto lo explicaré más adelante.

13 La sentencia ocurrió debido a que participaron en lo que se llama “delito emergente”. Esto significa que, aunque no se comprobó que ellos las asesinaron, se demostró que fueron ellos quienes las captaron y las entregaron a otras personas, cuyo destino sería el feminicidio (González, 2018). 

Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos. N.° 8, vol. 1, enero-junio 2019, pp. 85-110.

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